Naturaleza, cultura y lugares surrealistas componen esta Huasteca potosina.
Así como muchas aventuras comienzan atravesando un umbral mágico, este viaje inicia entre las esculturas surrealistas de Xilitla, un sitio de gran belleza creado por Edward James, un noble escocés que mandó construir cientos de esculturas inspiradas por sus amigos; la crema y nata de la vanguardia del siglo XX.
Aquí todo pierde lógica, caminamos por escaleras que no van a ninguna parte, como en un grabado de Escher y damos paseos circulares en escenarios dignos de Alicia en el país de las maravillas.
Entramos a Tamaletom atravesando un camino de terracería hasta ver una plaza de tierra aplanada y un tsakatkiwi, el palo ceremonial de los voladores huastecos.
La gente del pueblo nos saluda y se esfuerza por ofrecernos todo lo que tienen, alegres de que lleguemos a ver su ceremonial danza del volador que sólo se realiza en marzo para pedir por todas las actividades que vendrán, y en noviembre, para agradecer la cosecha.
Nos explican que aquí se habla téenek, el nombre original del huasteco, y que ellos conviven con la naturaleza, no la dominan, son parte de ella. Por eso construyen sus casas dispersas entre los pequeños valles de la zona, aprovechando el agua de los pozos y los materiales naturales.
A la mañana siguiente hemos llegado desde a La Morena, el pueblo desde donde salen las lanchas para recorrer el río Tampaón.
Al salir de un cañón aparece ante nosotros la cascada de Tamul, con más de 100 metros de altura y una fuerza que oculta nuestras voces con su sonido. Subimos a una gran piedra que emerge del río y pasamos un rato observando una de las cascadas más grandes y caudalosas de México.
El regreso es mucho más rápido y nos lleva a la Cueva del agua, una alberca natural, filtrada por las rocas, cálida y perfecta para nadar.
Llegamos a El Naranjo, un pequeño pueblo cercano a Minas Viejas y a las inmensas plantaciones de caña que dominan la zona.
Seguimos hacia la zona arqueológica de Tamtoc, una ciudad huasteca que data del 600 A.C., en donde recorremos construcciones prehispánicas y conocemos el monolito Cinco Caracol, un impresionante calendario lunar.
Respiramos la fragancia de una noche inolvidable que huele a vainilla y tierra mojada, escuchando al río en una noche estrellada, contentos de haber descubierto este rincón de México.