En los techos del palacio, las deidades budistas sonríen o refunfuñan. Son parte del tesoro de Mustang, un reino escondido en el Himalaya.
Este texto sobre el tesoro de Mustang se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión original en inglés aquí:
This ancient Himalayan kingdom has been isolated from the world—until now
Vestido con unos jeans desgastados y una chamarra verde de vellón, el rey está de pie en el centro de una habitación de techo bajo, en su palacio centenario. Recita un canto budista y mueve metódicamente unas cuentas de oración. A su alrededor, las paredes y los pilares de madera que sostienen el techo caído están decorados con complejas pinturas de deidades budistas. Algunas se muestran reclinadas en actitud de dicha y visten túnicas doradas. Otras lanzan alaridos de furia, empuñan espadas y están envueltas en llamas.
Estamos a mediados de octubre, ocultos en las faldas de esta árida cordillera en el extremo norte del Himalaya. Los fríos muros de barro del palacio dejan pasar corrientes de aire que sugieren la llegada del invierno.
Una ventana ofrece una vista de la ciudad amurallada de Lo Mantang, la histórica capital de 600 años de antigüedad de la legendaria región de Mustang, en Nepal, ubicada a tan solo 15 kilómetros de la frontera china. Debajo, las casas de ladrillos de barro y tapial pintadas con cal se extienden en filas estrechas.
De los techos emanan volutas de humo y en la brisa de la tarde resplandecen las luminosas hojas doradas de los álamos del Himalaya. Al sureste, los afluentes del río Kali Gandaki se extienden por el valle como trenzas y corren hacia un muro imponente de picos cubiertos de nieve que contrastan con un cielo azul profundo.
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No cualquiera entra a Mustang
Otrora, estas vistas estaban restringidas para gente de fuera, como yo. En buena parte del siglo XX, el gobierno nepalí controlaba el acceso a Mustang con rigor. Sin embargo, ahora, el rey me ha traído a su palacio deteriorado para mostrarme los muchos retos que su reino enfrenta ante la modernidad.
El nombre completo del rey es Jigme Singhi Palbar Bista, pero se presentó como Jigme. Es delgado, con pelo cano y delgado, y tiene una energía engañosa para sus 60 años. Con agilidad, me guía al interior del palacio y sorteamos una pista de obstáculos mal iluminada. Su familia se vio obligada a abandonarlo debido a los daños severos que sufrió por un terremoto en 2015. Subimos escalones de madera inestables, esquivamos enormes hoyos en el piso y rodeamos muros derruidos decorados con murales cubiertos de arcilla.
Pese a la decrepitud del palacio, la habitación a la que llegamos después muestra un estado excepcional de conservación. Jigme me mira en lo que observo el retrato de un hombre y una mujer con tradicionales túnicas tibetanas.
“Mis padres. Esta era la sala de oración de mi padre. Él fue el último rey de Mustang, el número 25 de nuestro linaje. Yo soy el 26”.
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El aroma de los templos budistas
A mi izquierda veo un armario de sándalo con chapa de oro, de piso a techo. Desde el interior y a través de puertas de cristal nos observa un montón de estatuillas de bronce que representan a deidades budistas. Una pila de lámparas de mantequilla de yak llena la sala con el aroma distintivo y ahumado que empapa los templos budistas del Himalaya.
Jigme me explica que las estatuillas son mucho más que obras de arte, son espíritus vivientes que han cuidado a su familia desde la antigüedad. Antes de colocar cada estatuilla en el altar, un monje de rango superior –con cuerpo, discurso y mente iluminados– realiza un ritual para animarlo.
Ahora, Jigme cuida a estas deidades, por lo menos en su estado físico. En el mundo secular, un marchante de antigüedades del mercado negro podría vender esta pequeña colección por una fortuna considerable.
En el curso de los siglos, en esta ciudad aislada y de budismo ferviente no era motivo de preocupación que alguien pudiera robarlas. Pero el mundo exterior ya está ante las puertas de Mustang y el robo es una de las muchas cosas que al rey le preocupan.
Mientras Jigme y yo compartimos aquel momento en silencio en su sala de oración, percibo el murmullo de la maquinaria pesada que está reparando la carretera que se acerca a la ciudad por el sur. El viaje de casi 450 kilómetros desde la capital de Nepal, Katmandú, que en alguna ocasión exigió semanas a pie o a caballo o yak, ya se puede hacer en solo tres días manejando, aunque no es un trayecto apto para personas nerviosas.
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Las curvas para llegar hasta el tesoro de Mustang
Los vehículos, de preferencia 4 x 4, recorren curvas vertiginosas por una carretera estrecha e irregular entre los precipicios del desfiladero del Kali Gandaki. Durante mi viaje, los derrumbes bloquearon la ruta por varias horas y dejaron una fila sinuosa de coches varados en la pendiente. No obstante, la carretera es una mejora sustancial para los pobladores de Mustang, pues les ha permitido que fluyan los bienes a buen precio y les ha facilitado el acceso a instalaciones médicas modernas, entre muchas otras ventajas.
Dentro de poco, este flujo de mercancías y gente se puede convertir en un río creciente de comercio. Al norte, los chinos ya anticipan una lucrativa ruta de comercio y esperan con una carretera recién pavimentada, que conecta su lado de la frontera con autopistas que conducen hasta Pekín.
Lo único que falta es que converjan las carreteras para que comience una nueva era de comercio en esta esquina legendaria del Techo del Mundo. La pregunta para Jigme y los pobladores de Mustang es si podrán conservar las partes de este pequeño reino que lo han hecho especial por tantos siglos.
A nuestro alrededor, deidades pintadas sonríen o refunfuñan. Jigme está sentado en una banca y baja la mirada. Creo que está meditando u orando, pero con un movimiento rápido saca su iPhone para revisar sus mensajes.
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Sal, cebada, turquesas y perfumes
Para Mustang sería apropiado que se vuelva a convertir en un núcleo de comercio. El palacio que Jigme me mostró era una reliquia de la era dorada de la ciudad, que data del siglo XV. En ese entonces, al norte de la región se le conocía como el reino de Lo. Sus pobladores, los lo-pa, que tienen parentesco étnico con los tibetanos, habían amasado una enorme fortuna tras controlar el comercio por el valle del Kali Gandaki.
Al oeste se ubica el séptimo pico más alto del mundo, el Dhaulagiri I (8 mil 167 metros), y, al este, el décimo más alto, el Annapurna I (8 mil 091 metros), por lo que el cañón ofrecía una de las rutas de comercio más directas entre las salinas del altiplano tibetano y los mercados de India. Aquí, los lo-pa cobraban impuestos a las caravanas de yaks, que, además de sal, llevaban cebada, turquesas y las glándulas de ciervos almizcleros (que se usaban para medicina y perfumes).
El nombre Mustang deriva de una palabra tibetana que significa “planicie del deseo”, una referencia a las posibles riquezas que ahí aguardaban.
Incluso antes de que Mustang se convirtiera en un dinámico centro comercial, había sido una importante intersección para académicos y peregrinos budistas que se trasladaban entre India y China. Con el tiempo, las enseñanzas budistas se fusionaron con las prácticas animistas de la región y así nació el budismo tibetano.
Con el paso del tiempo, el reino adoptó esta nueva fe y construyó templos y monasterios ornamentados. Como reza la leyenda local, un místico indio construyó el primer templo budista tibetano en el reino, a unos kilómetros al sur de Lo Mantang, donde acabó con un demonio femenino. Hoy, este templo, Lo Gekar, se ubica entre un grupo de sauces retorcidos al final de un cañón apartado, en el cual los lugareños creen que aún se encuentra el corazón del demonio asesinado.
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El tesoro de Mustang era tal, que el reino tenía riquezas para compartir
Para el siglo XVIII, con el surgimiento de poderosos estados en las fronteras de Mustang, el rey de Lo viajó para reunirse con el rey de Nepal, recién unificado. Jigme describe que sus antepasados compraron ofrendas de leche, semillas de mostaza y tierra para demostrar que Mustang tenía tierra y riquezas para compartir. Impresionado por el gesto, el rey nepalí le ofreció a Mustang protección a cambio de impuestos nominales y un tributo anual.
Dos siglos más tarde, esta asociación salvó a Mustang de la devastación que causó el control de China sobre el Tíbet, que comenzó poco después de que Mao Zedong invadiera el Tíbet, en 1950. En el curso de la siguiente década, a medida que cerraron miles de sitios budistas en el Tíbet, los tesoros de Mustang permanecieron intactos.
Sin embargo, el aislamiento del reino no evitó que terminara enredado en la Guerra Fría. A principios de los sesenta, un ejército secreto de guerrillas tibetanas que entrenó la CIA llegó a Mustang a pie. Estados Unidos orquestó entregas, por medio de paracaídas, de armas, suministros y operadores de radio; con ello planeaban un ataque transfronterizo contra el ejército chino y montaron una base de operaciones en el Tíbet.
Pese a hacerse de importantes documentos de inteligencia, no lograron nada y, en 1974, los desarmó el gobierno nepalí. Las consecuencias políticas provocaron que el gobierno nepalí protegiera la región con más recelo que nunca.
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Un reino prohibido y aislado
Jigme se crio en ese mundo, un reino prohibido y aislado en uno de los territorios más inhóspitos del planeta. Como rey, su padre cuidó la frontera, pero su tarea principal era mantener la paz. Viajó constantemente entre aldeas para resolver disputas territoriales entre locales.
“Era raro que pasara incluso dos días en casa. Al enterarse de un problema o una pelea, se subía a su caballo para resolverla. Tenía la última palabra en el reino”.
Cuando no estaba resolviendo disputas, el rey supervisaba las ceremonias religiosas. Una de las más importantes es un espléndido festival de tres días, Tiji, en el que decenas de monjes portan máscaras feroces y bailan ante el rey en la plaza afuera del palacio de Lo Mantang, para celebrar el triunfo del bien sobre el mal.
Cuando tenía 21 años, Jigme salió de Mustang para estudiar la universidad en Katmandú. Todos los inviernos lo visitaba su padre: hacía el viaje de tres semanas para cruzar las montañas, tal como lo habían hecho sus ancestros para honrar el tratado con el rey de Nepal.
“Llevaba productos locales para el rey, alfombras de lana, mantas y caballos. Y, durante su estancia, rendía cuentas de cómo gastaba los fondos del gobierno y pedía dinero para nuevos proyectos”, cuenta Jigme.
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El rey legítimo (pero sin poder oficial)
Las cosas empezaron a cambiar en 2008. Después de una década de guerra civil, Nepal adoptó una nueva constitución y se reinventó como república federal. Se abolieron todas las monarquías y despojaron al padre de Jigme de su cargo oficial. De pronto, el papel para el cual Jigme se había estado preparando desapareció, por lo menos de forma oficial.
“No me molestó. Reconocí que los tiempos estaban cambiando y que debía centrarme en mi propia vida. Nunca nos enorgulleció nuestra posición de poder y nunca recibimos compensación por ella, así que lo aceptamos”.
Su padre murió en 2016 y Jigme quedó en una situación peculiar. La mayoría de los lo-pa lo consideraban el rey legítimo, pero sin poder oficial. Sin embargo, seguían dependiendo de él para dirigir los rituales religiosos y, de vez en cuando, resolver disputas locales. Y la veneración de la gente es clara. A lo largo de la mañana, mientras caminábamos por los callejones de Lo Mantang, todo aquel que nos encontrábamos se quitaba el sombrero e inclinaba la cabeza al pasar a su lado. Jigme, sonriente y jovial, saludó a todos por su nombre.
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Conservar el patrimonio cultural de un reino
Entonces, ¿cómo es que un rey –que no tiene poder ni autoridad– conserva el patrimonio cultural de su reino? El palacio decadente de Jigme es solo un ejemplo de los desafíos que enfrenta. Se dice que lo construyó el hijo de Ama-Pal, el legendario primer rey de Mustang, en 1441.
La UNESCO lo incluye en su lista tentativa de sitios Patrimonio de la Humanidad, pero, debido a los daños del terremoto y el clima cada vez más húmedo, necesita muchos fondos para evitar que decaiga más.
Mientras tanto, más allá de las paredes de Lo Mantang, los múltiples valles y cañones del reino resguardan muchos más templos y palacios antiguos, cada uno habitado por sus propias deidades y repletos de tesoros.
Había escuchado sobre un lugar en particular, un convento budista abandonado, Gompa Gang, que descansa en un risco sobre el río Kali Gandaki, a mitad de camino hacia el valle. A la mañana siguiente, antes de que salga el sol, emprendo el viaje acompañado de Tsewang Jonden Bista, primo de Jigme.
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Las cuevas en el cielo
Con la primera luz de la mañana, el paisaje empieza a cobrar vida y conducimos a lo largo del Kali Gandaki, que fluye perezoso por una extensa planicie; pasamos laderas estratificadas, como si fueran un pastel de capas grises, cafés, amarillas y rojas. Rebaños de melenudas cabras de Changthangi trotan al lado de la carretera, pastoreadas por niños y niñas llenos de polvo.
La tierra fértil a lo largo del río está cubierta de terrazas para cultivos. Es época de cosecha y familias enteras –niños incluidos– se dirigen a los verdes campos de trigo sarraceno y a los huertos rebosantes de manzanas.
Nos estacionamos en la base de un imponente risco de barro. En lo alto, presenta decenas de aperturas oscuras que parecen ventanas. Tsewang, que gestiona una empresa de senderismo, adopta la modalidad de guía turístico y me explica que Mustang es célebre por esas misteriosas “cuevas en el cielo”. Miles de ellas marcan los riscos de la región. La datación por carbono sugiere que algunas son milenarias.
En 2008, un equipo de National Geographic tuvo acceso a una cueva a unos 200 metros sobre la superficie. Dentro de ella encontraron una amplia cámara con miles de manuscritos, con escritos e imágenes budistas y prebudistas. Otras cuevas resguardaban esqueletos, pero nadie sabe con certeza quién los enterró ahí y se tomó el esfuerzo para crear esos complejos escondites.
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Conforme cayó la prosperidad de Mustang
Subimos a un risco por un sendero con vistas al río. Llegamos y nos encontramos con una densa arboleda de sauces que rodea una estructura de barro pintada con cal. Abrimos una reja de hierro y entramos al patio. Una bandera de oración desgastada está montada en un poste de madera, atorado entre un montón de piedras y cuernos de yak blanqueados.
La bandera ondea al viento y Tsewang me explica que, durante el apogeo del convento en el siglo XVIII, los peregrinos viajaron a ese sitio desde India, Nepal y el Tíbet para rezar y recibir bendiciones. Conforme fue decayendo la prosperidad de Mustang, poco a poco el convento cayó en el abandono.
Entramos al vestíbulo principal por una puerta baja, donde una estatua colosal de dos pisos del buda Maitreya domina el salón. Su cabeza sale por una apertura en el techo hacia una cámara del segundo piso, en la cual los rayos del sol iluminan su cara. Tsewang me explica que esta encarnación del buda representa a un futuro maestro que divulgará el conocimiento por todo el mundo tras un largo periodo de hambruna y guerra.
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Murales complejos y descoloridos
Tsewang alumbra una pared con una lámpara y me doy cuenta de que la habitación está cubierta de murales. Uno retrata a Buda, sentado en flor de loto sobre una nube al lado de una mujer con el pecho descubierto que sostiene una caracola en una mano y ofrece un cuenco de plata con la otra. Hay incontables personajes en escenas complejas y vistosas, aunque descoloridas. Nos vamos abriendo paso por la oscuridad; Tsewang alumbra las imágenes que representan el cosmos, la rueda de la vida y cientos de deidades.
“Ahí está Guru Rinpoche”, dice y alumbra a un personaje en túnicas azul y rojo, el fundador del budismo tibetano, quien se cree que recorrió Mustang en el siglo VIII.
De cerca, advierto que muchas pinturas se están desintegrando. Una está picada, otra agrietada y en algunas zonas el yeso sobresale como una ampolla. Durante siglos, en la región cercana al altiplano tibetano llovía poco, pero el clima está cambiando rápidamente y la estructura de tapial no está diseñada para resistir estos niveles de humedad.
“Antes, la lluvia y la nieve derretida se filtraban por una sola capa de ladrillo. Ahora las tormentas son escasas pero potentes. A veces una gran tormenta en primavera equivale a todo el invierno. Cuando todo se derrite a la vez, este es el resultado”.
La humedad se filtra por las paredes de barro y penetra al interior seco. Cuando se evapora el agua, se acumulan cristales salinos detrás de la pintura y los murales se descarapelan. Este proceso está ocurriendo en yacimientos por todo el Himalaya y es casi imposible detenerlo una vez que ha comenzado. “Incluso el clima conspira en contra nuestra”, señala Tsewang.
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Cuando se le roba la vida a una estatua
En un pasaje detrás del imponente buda, Tsewang me señala una zona en la cadera de la estatua que resanaron torpemente con arcilla. “Hace cerca de veinte años entraron ladrones y se robaron el gsung”, los tesoros que consagran y le dan vida a la estatua.
Es tradición que, sin importar el tamaño, las esculturas ritualistas tengan el centro hueco. Durante el proceso de consagración se les llena de oraciones escritas y objetos valiosos, como cuentas de ágata, estatuillas de bronce, oro y piedras preciosas. Los tesoros ayudan a darle vida a la estatua, pero los objetos de valor también se pueden emplear para reconstruir el monasterio si alguna vez se daña o destruye.
Según el estudioso Charles Ramble, quien investigó el robo, y líderes locales, un lama tibetano llegó a Gompa Gang en torno al año 2000 y ofreció restablecer una comunidad de monjas. Emocionados por la oferta, los representantes locales le permitieron ver el karchak, un libro que incluye información clave sobre el edificio, como la ubicación del gsung.
Más tarde, el lama se despidió y prometió volver pronto. Poco tiempo después, un portero descubrió el hoyo en la cadera del Buda. No había registro de lo que estaba oculto dentro de la estatua, pero habían desaparecido esos tesoros que le dieron vida a la estatua a lo largo de siglos. Nunca se volvió a saber nada del lama. Desde entonces se considera que el Gompa Gang perdió su poder. Tsewang me contó que ya casi nadie sube a rezar ahí.
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Manejar hasta Katmandú
“¿Viste el autobús?”, pregunta Jigme una tarde mientras estamos sentados tomando té. Más temprano habíamos visto un autobús fabricado en India subir a marchas forzadas por el camino sinuoso que llega a Lo Mantang por el risco, levantando polvo a su paso. El camión había salido de Jomsom, al sur de Lo Mantang, antes del amanecer para hacer un recorrido de 95 kilómetros y cada asiento estaba a reventar con lugareños y algunos turistas nepalíes.
Una pancarta grande decorada con escritura nepalí colgaba holgada en el cofre chato del vehículo, para anunciar que era el primer autobús público en realizar el viaje. “De niño, jamás imaginé que algún día podríamos conducir hasta acá desde Katmandú”, cuenta Jigme.
Pero esa percepción ha ido cambiando con los años. Con el auge de la economía china y el desarrollo en otras zonas de Nepal, Jigme, y todos en Mustang, se dieron cuenta de que era inevitable construir una carretera. De hecho, estamos sentados en el ejemplo más tangible de este hecho: el Royal Mustang Resort.
Jigme construyó este hotel de 22 habitaciones a las afueras de la muralla de la ciudad de Lo Mantang, en una propiedad que le heredó su padre. Se parece a una ciudadela pintada con cal, con diminutas torres de observación en cada esquina, y su amplia terraza brinda una vista de postal del valle de Kali Gandaki. Estamos sentados en cómodas sillas de piel en la recepción, tomando nuestro té frente a una estufa de leña, ramas secas de sauce alimentan el fuego crujiente.
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Hoteles con tuberías congeladas
En 1992, por fin se permitió el acceso al turismo a Mustang, pero cada año se expedían pocos permisos. Este ritmo se ha mantenido así hasta ahora, pero Jigme está seguro de que pronto cambiará. Y si bien Nepal es célebre por las expediciones al monte Everest, buena parte del turismo millonario del país consiste en senderistas y peregrinos religiosos, para quienes Mustang representa un interés especial, ya que ofrece paisajes impresionantes, pero también es una ventana a la cultura tibetana que en otras partes prácticamente ha desaparecido, comenta Jigme.
Pese a su optimismo, las ganancias de esta considerable inversión todavía parecen muy lejanas. En ese momento, Tsewang y yo somos los únicos huéspedes del hotel y Jigme no es el único que depende del turismo. Durante mi visita había decenas de hoteles en Lo Mantang, un poblado con tan solo 1,300 residentes oficiales que, debido al clima riguroso de Mustang, solo es viable visitarlo seis meses al año.
En el invierno, las temperaturas caen muy por debajo del cero y se congelan las tuberías, por lo que los baños de los hoteles quedan inutilizables. En el verano, los monzones provocan derrumbes que bloquean las carreteras durante semanas.
Si bien Jigme espera que la carretera atraiga a visitantes a Lo Mantang, también facilitará que la población –de por sí cada vez más reducida– se vaya. En el curso de los últimos años se han marchado muchos jóvenes a buscar fortuna en Katmandú, Japón, Corea y Estados Unidos.
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Un reino que desaparece
La economía del valle ha dependido demasiado tiempo de los enormes rebaños de cabras y yaks, pero ahora ese trabajo inclemente está perdiendo su atractivo. (Según una encuesta, más de 2 mil lo-pa viven en Nueva York, más que toda la población de Lo Mantang). Si continúa esta tendencia, Jigme predice que la región perderá 80 por ciento de su población en los próximos 20 años.
El panorama es aún más sombrío porque la promesa del turismo ha provocado una voraz especulación inmobiliaria. “Alguna vez hubo una regla no escrita que dictaba que los lo-pa no podían vender sus propiedades a gente de fuera”, explica Jigme. Pero el valor de las propiedades se disparó y se ha ignorado este tabú. Jigme me cuenta que, hace poco, un terreno de 0.4 hectáreas de pastizal cubierto con rocas, no lejos de donde estamos, se vendió por 700 mil dólares.
“¿Puedes culpar a un agricultor que gana 700 dólares al año por vender y mudarse a Katmandú o Nueva York?”, pregunta.
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Los extranjeros no pueden visitar la frontera con China
Le mencioné a Jigme que quería visitar la frontera china, así que una mañana arregló que Tsewang y yo fuéramos en un todoterreno. Recorrimos un camino regular de terracería que nos condujo al norte, hacia una cordillera de colinas cafés con cimas nevadas. Luego de una hora, nos acercamos a un control fronterizo nepalí. Un joven soldado me mira en el asiento trasero, frunce el ceño y dice algo en nepalí.
“Dice que no se permite que extranjeros visiten la frontera. La última vez que vine no era así”, dice Tsewang.
Nos damos la vuelta y a unos kilómetros nos paramos a comer fideos en un pequeño local. Cuando le contamos la anécdota al propietario, nos dice que hay otra ruta para llegar a la frontera. “Los llevo”. Al poco tiempo vamos a toda velocidad a bordo de su motocicleta por un camino de terracería y en la parte trasera me agarro con fuerza de su chamarra de piel.
Vamos al norte, ascendemos por un camino sinuoso lleno de baches, cruzamos Kora La, un paso de montaña a 4 mil 660 metros de altura. Un par de kilómetros más adelante, el camino termina de golpe en una reja de alambre de púas que se extiende por tierra árida más allá de lo que alcanza la vista.
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“No estacionarse en la tierra de nadie”
Se escucha el rugido del viento. El piso está cubierto de botellas de cerveza rotas y envolturas de plástico. Un letrero en inglés dice: “No estacionarse en la tierra de nadie” [sic] y “No fotografías” [sic]. Algunos turistas nepalíes, que también llegan en moto, ignoran el letrero y se toman selfis en torno a una columna de concreto de poca altura que marca la frontera entre Nepal y China.
Unos cien metros detrás de la reja, en el lado chino, tres edificios monolíticos, cada uno más o menos del tamaño de un Walmart y recubiertos con lo que parece mármol blanco, bloquean por completo la vista al norte. Numerosas videocámaras montadas en postes de metal apuntan en nuestra dirección.
Más adelante encontré imágenes satelitales que revelan lo que hay más allá de los monumentales edificios de mármol: estructuras que, a decir de los lugareños, eran cuarteles militares y una larga franja de asfalto que cruza la meseta tibetana en dirección al norte.
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Desde Asia oriental hasta Europa
No es casualidad que el auge en la construcción de carreteras en Nepal coincida con la Iniciativa de la Franja y la Ruta, del presidente chino Xi Jinping, una ambiciosa campaña de infraestructura diseñada para expandir la economía y la influencia política chinas desde Asia oriental hasta Europa. Cuando se termine, incluirá múltiples carreteras que crucen el Himalaya, pero tal vez ninguna ofrecerá una ruta más directa a India que la que recién recorrí desde Katmandú hasta este punto de la frontera.
Influye también el descubrimiento, en 2014, de un enorme yacimiento de uranio en Mustang. China está construyendo plantas nucleares a toda velocidad para cubrir sus necesidades energéticas y compromisos para reducir su huella de carbono. Aunque no han inaugurado ninguna planta, parece lógico que, en algún punto, el uranio se convierta en otro de los tesoros codiciados de Mustang.
«Necesitamos la carretera»
Esa noche, Jigme me invita a cenar en el Royal Mustang Resort. Junto a nuestra mesa, un calentador de propano nos protege del frío en el comedor, decorado con pinturas tibetanas y fotografías color sepia de la familia real.
Durante la cena, Jigme predice que dentro de unos años China construirá una zona comercial en Kora La, con hoteles occidentales, casinos y quizá un aeropuerto. “El turismo crecerá a gran escala”, aseguró. Y puede que Mustang necesite precisamente un auge del turismo, pero reconoce que también podría conllevar un tsunami de influencias de fuera que diluya la identidad lo-pa.
Sin embargo, es un riesgo que todo lo-pa con el que hablé está dispuesto a correr. “Para rescatar nuestra cultura, necesitamos el turismo. Y para tener turismo, necesitamos la carretera”, afirma Jigme.
Nadie nunca ha visto el tesoro de Mustang
En mi última mañana en Mustang me reúno con Jigme en su hotel para desayunar. Mientras desayunamos café y huevos, me dice que me quiere enseñar algo especial. Como muchos en Mustang, Jigme tenía reservas para enseñarme sus artefactos. Me asegura que, a la fecha, no le ha permitido a nadie ver los tesoros que heredó de su familia real.
Me lleva a un lugar cuya ubicación prometo no revelar. Abrimos una puerta de madera destartalada en el piso que conduce a una escalera rudimentaria. Prendemos las linternas de nuestros cascos y, con cuidado, sigo a Jigme a una habitación sin ventilación. Tenemos que avanzar en cuclillas para no golpearnos la cabeza con las vigas talladas a mano. El aire se siente rancio y cargado de polvo.
Jigme enciende una sola lámpara de mantequilla de yak y de la oscuridad surge una fila de estatuas de bronce de tamaño casi real, un panteón de deidades decoradas con oro, plata, turquesa y coral. Brillan bajo la luz amarilla. Más allá, en las sombras, distingo que el resto del sótano está lleno de cajas de madera empolvadas, como un cargamento apilado en la bodega de un barco.
“Heredé todo esto”, con la mano, Jigme recorre los objetos. “Y tengo que hacer algo maravilloso con ellos. Te lo muestro porque mi sueño es crear un museo en donde pueda exhibirlos y darles vida. Así, algún día, se los podré heredar a mis hijos. Pero se requiere mucho dinero, que no tengo”. Se ríe y añade: “Lo que necesito es una máquina de dólares”.
Por el momento, a Jigme solo le queda orar y encontrar la manera de proteger sus posesiones. Tal vez la carretera atraerá a suficientes turistas para llenar su hotel y entonces se convierta en esa máquina de dólares que necesita para preservar los tesoros familiares.
Nada de esto parece pesarle demasiado a Jigme cuando se acerca a las estatuas e inclina la cabeza para encender una segunda lámpara. Mientras reza en voz baja en tibetano, me pregunto si siente la fuerza vital de esas antiguas deidades en su propio cuerpo, como quizá sus antecesores lo hicieron.
Cruje el pabilo de la vela y la llama proyecta siluetas oscuras en los muros derruidos. Pienso en ese reino, no solo en sus tesoros históricos, también en la grandeza hipnotizante de su paisaje silvestre y su quietud que sosiega el alma. Aquí hay mucho que conservar. Y mucho más que perder.
Este artículo es de la autoría de Mark Synnott, explorador de National Geographic. Cory Richards fotografió el proyecto, publicado en la edición de enero de 2023.
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